Primeramente fueron los judíos que llegaron con el propósito de pasar sus últimos días en el ambiente cálido y apacible bajo las palmeras. Hoy en día los viejitos han sido reemplazados por jóvenes modelos que hacen de Miami Beach su meca.
En el año 1960, cuando yo llegué a las costas floridianas, Miami Beach era todavía un pueblito tranquilo, lleno de viejitos judíos y turistas del Norte. Después de las 10 de la noche no se veía un alma. Hoy, a las 3 de la madrugada todavía están llegando autos cargados de jóvenes que vienen a cenar o fiestar.
Trabajando de bus boy en el hotel Deauville, pude recaudar suficientes fondos para comprarme mi primer carrito, un Ford del ´52, blanco y negro, que no podía correr más de 50 millas por hora.
Un día, de regreso del trabajo, manejaba yo despreocupado por Collins Avenue cuando, al pararme frente a un semáforo, también se para al lado un flamante Cadillac rojo convertible y no pude evitar que se me cayera la baba de envidia ante aquella maravillosa máquina. Cuando miré para el chofer, entonces la baba me llegó al suelo.
Quien lo manejaba era una rubia despampanante con la cara más angelical que yo había visto en mi vida. Sin dura que era, pensé yo, una artista de cine que se estaba hospedando en el Fountainbleu.
Me di cuenta que la luz se había cambiado a verde cuando el convertible salió disparado y yo me quedé pasmado, admirando aquella larga rubia cabellera que ondeaba al aire como una mágica llama.
Metí la pata hasta el fondo de mi viejo Ford, que se olvidó de sus limitadas habilidades, y se aceleró en persecución de aquel irresistible espejismo.
Cuando alcanzamos el próximo semáforo, donde la luz roja la había atajado momentáneamente, ésta se volvió verde y su auto volvió a adelantarse. Pero el mío venía con impulso y pronto se le aparejó. La rubia modelo se volteó instintivamente hacia mí y yo hubiera jurado que hasta se había sonreido. Así llegamos al próximo semáforo.
Aquí sucedió lo insólito. La voluptuosa modelo me miró de frente y me ofreció una sonrisa coquetona, veleidosa y, a mi entender, muy prometedora. Me dijo, "My name is Jill, what´s yours?" A pesar de que mi nombre es tan corto como el de ella, yo se lo tartamudeé en tres sílabas y eso le hizo sonreír más graciosamente.
Seguimos manejando paralelamente y muy juntos y, para la próxima luz, el Cadillac y el Fordcito parecían viejos amigos. Ella se estiró hasta la derecha de su asiento y me extendió una tarjetica que yo agarré en seguida. "Call me when you have time," me dijo. También me disparó otro montón de instrucciones en ese idioma raro que para mí era tan difícil en ese entonces y yo me quedé en ayunas. Pero le contesté yes a todas sus preguntas.
La llamé temprano al otro día y me contestó con una voz somnolienta. Le iba a colgar cuando me dijo, "¿Eres tú, Jay?" ¡Hablaba español! Con sólo un par de palabras en mi propio idioma, el monumento rubio se había elevado automáticamente sobre un pedestal.
Quedamos en que iba a recogerla a su casa en Coral Gables a las ocho de la noche y allí decidiríamos a donde ir. Ese día se me hizo bien largo, quizás dilatándose por la cantidad de calor que azotaba.
Me bañé, rasuré, entalqué y emperché con mi mejor camisa. También me puse perfume por todo el cuerpo, por si acaso. Y me llevé un par de paracaidas Trojan, también por si acaso.
Toqué el timbre de su puerta y me abrió un hombre corpulento, sin camisa y con una barba espesa. Tenía voz de trueno descarrilado, la cual usó para preguntarme qué demonios quería. Yo no sabía si decirle que estaba en la dirección equivocada o si me echaba a correr. En eso oí la voz de Jill que le dijo, "Es para mí, papi".
El aliento me volvió al cuerpo y aclaró un tantito mi cara que estaba roja como un tomate. Eso no fue nada, lo que pasó después me la volvió a enrojecer hasta el punto de pánico. Menos mal que no había mucha luz en el pasillo y mi apariencia pasó imperceptible.
Jill salió de su recámara y llegó hasta la puerta...¡sentada en una silla de ruedas! Antes de que yo pudiera decidir entre mis opciones, la voz de trueno retumbó de nuevo: "Si va a salir con mi niña, la quiero de regreso antes de las diez...y cuídemela bien, que es mi único tesoro."
¿Qué otra cosa podía yo hacer, sino empujar la silla hasta el auto y guardarla en el maletero? A Jill la ayudé a sentar en el asiento delantero. Confieso que mis ímpetus románticos sufrieron un deslizamiento vertiginoso y la ilusión que había fomentado durante todo el día se despedazó ante la peculiar sorpresa. Pero yo era en aquel entonces un chico muy decente y no iba a insultar con un desaire a una joven que bastantes problemas tenía ya.
Me empezó a hablar de su vida y lo mucho que había sufrido en su corta edad, ya que la madre la había abandonado al nacer. No mencionó, sin embargo, su condición física. Como que éste era el menor de sus prejuicios. Al verla sonreír tan románticamente, yo también le di menos importancia.
Me pidió que la llevara a la playa, pero no a Miami Beach, sino a otra llamda Matheson-Hammock. Cuando llegamos, el lugar estaba desolado. Entonces me rogó que la ayudara a treparse a un árbol que estaba a unos pies dentro del agua. Con mucho esfuerzo logré encaramarla sobre una gruesa rama. El cielo estaba pecoso de estrellas y la luna llena se puso a fisgonear detrás de la cortina de una nube, como una pendenciera chismosa.
Entonces Jill me manifestó la mayor sorpresa: "Ahora quiero que me hagas el amor."
"Vamos a acostarnos sobre la arena," le sugerí yo. "No," me alegó en forma de orden militar, "tiene que ser aquí."
Cuando terminamos, nos sentamos en el Fordcito y ella prendió un cigarrillo y, a forma de explicación, me hizo una observación impresionante: "Yo tengo que hacerlo donde las mujeres "normales" no lo hacen."
Platicamos por largo rato sobre Cuba, sobre Miami Beach y otras cosas sin importancia. De todo menos de su problema físico. Al fin y al cabo, eso no le había impedido actuar como toda una mujer ardiente. Al terminar su quinto cigarrillo miró al reloj y exclamó: "¡Mi madre, las once y media!"
¨¿Tu madre?," pensé yo, "¡Qué demonios, al que le temo es a tu padre!"
Llegamos a su casa bien calladitos, para no despertar al ogro. Pero ese no era mi día de suerte. El viejo huraño se me cuadró en la puerta con ademán de torturador de mazmorra y me enterró su mirada desgarrante, pero no dijo nada. Como esperando mis disculpas para entonces dejarme caer sus puños crispados de rabia.
Pero yo no podía hablar. Mi mente estaba ocupada repasando la breve resaña de mi vida hasta ese momento. Sus palabras me sacaron del letargo. "Gracias por traérmela de regreso," me dijo en una voz inconcebiblemente tierna, "la última vez, tuve que ir yo a bajarla del árbol!"
Este es uno de los artículos de mi libro "PARA MATAR EL TIEMPO". Para más informes, escríbame a alvarcorp@msn.com.
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